LA FUNCION HA TERMINADO

Todos listos para entrar al teatro.

Es
una obra para niños, pero el título también resulta atractivo para una
mujer que, como ella, pasa de los cuarenta. Teresa vive sola y las
artes escénicas han sido su mejor compañía los últimos años. Hace tanto
tiempo que no tiene una relación amorosa…

Por
fin el acceso. Los adultos entran despacio y los niños corren para
ganar los mejores lugares. Teresa consigue primera fila. El acomodo
isabelino permite que los asistentes se vean de alguna manera. Última
llamada. Las luces se apagan por segundos. De pronto, el centro del
escenario se ilumina con un maravilloso tono pastel que presenta a los
dos primeros actores congelados. Se oye una voz infantil preguntando
sorprendida de dónde salieron esas personas. Risas, música, más color.
El hielo de los intérpretes se derrite lentamente. Empieza la acción.

Teresa
estira las piernas, saca de su bolsa un celofán con garapiñados. En la
primera fila de enfrente, un niño salta, sube y baja de su asiento
muchas veces. Por momentos esa actividad se mezcla visualmente para
Teresa. Mareo. El niño frente a ella, el escenario en el centro, Teresa
del otro lado. Distracción total.

Junto
al pequeño saltarín hay un hombre sentado que tiene las manos metidas
en las bolsas de su gabardina negra. Más desorden. Un ligerísimo
movimiento lateral en la cabeza de Teresa determina dos visiones: el
niño el hombre el niño el hombre el niño el hombre el niño… El hombre.
¿Por qué no?

Teresa
se acomoda en el asiento. Cruza la pierna, su falda sube sin
preocupación. Con las manos toma la rodilla y jala hacia arriba la
pierna lo más que puede. El hombre saca las manos de la gabardina para
acomodarse el cabello hacia los lados. Teresa baja la pierna, hace
puntas con los pies que, poco a poco, obligan a las piernas a un
abierto total. Él abre la gabardina. Teresa ve que la gabardina se
mantiene abierta: paredes construidas para que nadie, sólo ella,
disfrute la tremenda edificación interna. La mujer se hunde en el
asiento sosteniéndose con las manos hacia los lados; los pies siguen en
punta. El hombre toma agua de una botella. Teresa sigue la ruta de esa
lengua masculina que moja el labio superior y luego el inferior. Él
seca su boca con la mano. Teresa se reincorpora dejando caer su cuerpo
hacia adelante y el escote de la blusa muestra la línea que divide el
par de senos. Él saca un pañuelo blanco. Teresa ve cómo el hombre baja
la mano con el pañuelo y seca la humedad que se ha formado, ahí. El
hombre cierra repentinamente la gabardina, hace una señal extraña y
ella comprende que debe salir cuanto antes.

Teresa se levanta de golpe, toma su bolsa, sale temblorosa.

Afuera
llueve tranquilamente. Teresa levanta los brazos, se regocija con cada
gota que cae sobre su cuerpo ansioso; suelta la bolsa, se abraza con
intensidad. El teatro está ubicado en el centro de una reserva boscosa,
hay bancas de herrajes garigoleados y farolas que se encienden
automáticamente porque empieza a oscurecer. Teresa no deja de ver hacia
la puerta del recinto. Recoge su bolsa, camina hacia un lado y otro.
Busca una banca en medio del bosque, se sienta, se acuesta, cierra los
ojos, recibe la lluvia viendo la luna. Imagina el momento…

Cuando
Teresa abre los ojos, la gente está saliendo del teatro. La función ha
terminado. Ella está empapada y sucia. Se levanta de la banca, espera
hasta que sale la última persona: un hombre de gabardina negra que
lleva un niño tomado de la mano.

El
hombre ve a Teresa, la recorre de la cabeza a los pies, luego ve al
niño y le pide que se adelante. Ella respira agitadamente, sonríe, le
ofrece sus brazos, por fin…

El hombre la mira, busca algo en las bolsas de su gabardina y se lo entrega discretamente.

Es
una moneda que Teresa contempla sobre la palma de su mano, mientras el
hombre se aleja para alcanzar al niño en medio de la oscuridad.

Leticia Martínez Gallegos